A mi estimada Aranttza
Sé de antemano que somos como perfectas extrañas y desconocidas, no te buscaba y te encontré entre las comillas de los viernes en la noche.
Te elegí porque caminaste sin miedo el primer día que te reté a ser tu misma, desde entonces has encabezado todas mis epifanías, todas mis historias, la suma de mis ironías.
Estos últimos días he pensado plenamente en ti, en los miedos que me acorbardan y la distancia que pone eso entre nosotros, debes saber que te amo con la locura de quién ama su reflejo en el agua; por enfermedad, por cinismos, por necesidad, ¿Por qué no? Todos siempre adictos a lo correcto, a las leyes que se rompen día a día, a las costumbres que nos desbordan como una represa agrietada por los fracasos y las decepciones. Pero no hablemos de distracciones, porque hasta las estrellas han salido para verte resurgir, renacer o solo ser por primera vez.
Te escribo porque al fin se han caído todas las murallas y en el vacío de mi desnudez absoluta, te he escuchado entre los susurros de mi cabeza, debatiendo una y otra vez pero has ganado la guerra, me place decirlo, repetirlo o gritarlo, has sido y serás tú la luz de mis largas caminatas, de los días sin luna, serás tú el consuelo de mis divagaciones pero sobre todo, serás tu misma, yo seré tu y tu serás yo, como quién después de años de ir con la corriente, aprende a nadar sin miedo.
Me ha salvado del infierno, me has salvado de los miedos pero sobretodo me habrás salvado de vivir la cotidianidad.
Con amor y agradecimiento Diana.
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